TRAS LAS PIEDRAS...

Incluso tras ellas siempre hay un Dios que permanece justo.
No le costó demasiado entenderlo aquel día, tras la misa.
Como cualquier otro domingo, desde el mismo banco de siempre, donde recordaba su primer día. Vestida aún con algunos lazos y los zapatos negros de charol, y se encaminaba acompañaba de sus padres a aquel enorme edificio que la sumía en el aburrimiento más absoluto si la obligaban a escuchar y a responder salmos, por más que tanto el párroco de la diócesis como su madre, intentaran hacerla cambiar de manera de sentir.
A ella le interesaban más las piedras que cualquiera de las lecturas, fueran las que fueran.
Recorría una y otra vez con la mirada, bóvedas, nervios, capiteles y columnas.
Se deleitaba buscando el color en los muros, cuando el sol acariciaba el rosetón oeste y danzaba juguetón sobre la cabeza del prior o los monaguillos presentes sobre el altar.
Y su madre había decidido hablar con el obispo en persona para así acallar las voces que la tildaban de bruja cuando decía haber visto cómo las túnicas blancas se convertían en rosadas, para luego volverse verdes o azules.
Y así el tiempo se hizo patente entre misas de domingo y pequeñas fugas que la llevaban una y otra vez al mismo punto.
Había hecho de aquella catedral su castillo.
Conocía de memoria el número exacto de piedras utilizadas en cada uno de los bóvedas…
Cada uno de los motivos que cerraban en la llave central de cada arco.
Sabía qué santos se adoraban en cada uno de los pequeños ábsides que se hendían en la recta central.
Conocía los motivos del gran rosetón.
Sabía el número exacto de minúsculos rosetones que se abrían alternos entre ventana y ventana ojival…
Conocía los escudos que contemplaba en las pinturas que adornaban algunos pequeños murales, y que con el tiempo habían ido perdiendo color hasta quedar sepultados bajo el polvo.
El párroco creyó que aquella podía ser la manera de que Dios le entrara dentro, y la dejaba caminar entre naves centrales, ábsides, muros e incluso la sacristía o el jardín del claustro.
Sabía sin deber saber de las escaleras de caracol que parecían no acabar nunca, y que conducían a las torres desde donde se llegaba a contemplar toda la ciudad.
Había dormitado bajo las grandes campanas cuando el sol de media tarde empezaba a caer sobre el mar…
Había contado una y otra vez el número de piedras que formaban las escaleras, y las torres e imaginado cuánto podían pesar aquellas enormes campanas…
También cuántos ángeles las habrían subido hasta allí.
Pensado que cada una de las campanas estaba vigilada y segura bajo su propio sonido.
La mayor era su preferida, y se había acurrucado bajo ella mirando hacia su cielo millones de veces…
Tomaba una y otra vez las escaleras para refugiarse bajo el gran metal sin miedo.
Ya conocía el dispositivo de cuerdas que la hacían repicar sin que monaguillo alguno tirase de ella.
Y reconocía el leve sonido que a continuación estallaba en campanadas que anunciaban las horas.
Aquella tarde y de igual manera se escabulló escaleras arriba…
Las había contado.
Sabía el número que habían hasta llegar al primer espacio donde dormitaban las tres pequeñas campanas juntas.
Les sonrió y siguió escaleras arriba esperando poder guarecerse bajo la mayor.
Siguió contando mientras deslizaba sus manos por la áspera pared.
Reconoció los golpes de martillo en algunas de ellas.
Y el olor característico de aquel estrecho torreón que aún se enfilaba hasta casi rozar el cielo.
Sabía también que al llegar al final, la puerta de madera la esperaba sigilosa, esperando a que hiciera correr su pestillo…
Algo la sobresaltó.
Conocía el silencio que reinaba en aquel lugar que tantas veces había recorrido y algo perturbó el momento.
Se detuvo en seco y sintió en las sienes el repique de su propio corazón…
Intentó calmar el miedo pensando que tal vez alguna paloma se hubiera colado por alguna de las ventanas y al levantar el vuelo de nuevo hacia el exterior hubiera rozado alguna de las cuerdas o las campanas menores…
Tras algunos segundos inmóvil, una sombra cruzó bajo ella, recorriendo la pared.
No le era fácil ocultarse bajo su respiración agitada y decidió correr escaleras arriba sintiéndose perseguida cada vez más cerca por quienquiera que estuviera en la estrecha torre con ella.
Si no era capaz de hacer correr el pestillo, se sumiría en la oscuridad absoluta antes de alcanzar el campanario.
Sólo media vuelta, doce escalones y estaría a plena luz del día.
Tal vez no a salvo, y en todo caso, a cerca de setenta metros de altura junto a una campana que podría dar la voz de alarma si lograba hacerla sonar…
El miedo la dejó helada cuando habiendo alcanzado la puerta, y tanteando en busca del cierre, una mano la asió con fuerza del tobillo y la hizo descender de golpe tres escalones.
No hubo tiempo siquiera a chillar porque taparon su boca y la tomaron de la cintura.
El peso del otro cuerpo recayó sobre el suyo, y se encontró entre éste y la fría pared.
Cerró los ojos.
Sólo tres escalones…
Sólo tres…
Sintió la humedad de la respiración del hombre sobre su cuello.
Y al intentar zafarse y echar a correr escaleras abajo, un golpe en la nuca contra la piedra, hizo que se desplomara sin tiempo a ver su cara…
Al despertar la cegaron la luz del sol, las campanadas de la mayor, y los envites de quien quedaba dentro de la torre ocultando su rostro.
Yacía tendida sobre el suelo…
Intentó doblar las rodillas contra el pecho del hombre y así alejarse.
Apenas unos metros la separaban de la campana.
Y aún podía notar en el aire su sonido…
La ciudad a sus pies y al miedo encima…
Y tras el pensamiento, las manos del hombre bajo su cabeza, y el calor del acto en su boca…
De nada sirvieron las manos clavadas sobre la carne.
El asco la inundó por completo…
Tras aquello sólo un leve empujón y la puerta de madera se cerró dejándola bajo el vacío de sonido alguno y un cielo que empezaba a parecerle demasiado lejano…

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