DOS MEDIAS VIDAS Y UN CAFÉ....
Los observo desde la mesa de madera que el paso del tiempo ha llenado de cicatrices, desde donde me espera el humeante y espumoso café con leche.
Debe de haber al menos dos dedos de crema, y el camarero que lo ha preparado, tiene experiencia suficiente para saber que debe servirse caliente, antes de que ésta se enfríe, o la espuma se convertirá en una nube que abandonaré sobre el plato, ayudada por la cuchara.
Afuera la estación comienza a mostrarse de tan distintas maneras, que acaba por envolverme, y ante la amenaza de lluvia, he decidido resguardarme sólo un momento a observar.
Los árboles toman su color.
Como lo hacen también los pensamientos, los cielos, y las bocas, que olvidan la sonrisa porque se abandonan al sueño de quienes debieran portarlas.
Deben cenar pronto para dormir pronto también.
Apenas intercambian miradas o palabras, y únicamente el ruido de sus cubiertos rompe el gelatinoso silencio que los envuelve.
Sus cuerpos han tomado ya el color del segundo que los envuelve, pero parece tan viejo, que llego a pensar que se vistieran de él mucho tiempo antes. Demasiado tal vez.
Lo han instalado ya en sus ojos, precipitándolos a la lenta agonía.
Deben andar sobre los sesenta y largos.
O tal vez el abandono de la juventud también cayera sobre ellos demasiado pronto.
La frugalidad en sus gestos denota un cansancio adquirido mucho antes tal vez de lo que se esperaba.
El hastío de un momento compartido de manera conjunta y continua.
Predecesor de los que llevan viniendo consigo todas las lunas después de la primera.
Apenas acaban piden la cuenta, sin más miradas que las llevan ofreciéndose toda la vida, sin más palabras que las que ya se dijeron, porque tal vez, las pronunciaron todas olvidando darles sentido, y tras colocarse los abrigos, abandonan el bar.
Ella delante.
Con caminar fatigado y limpiándose aún la boca.
Intentando escapar de una vida que la llevará con extenuados pasos, a una muerte que la acompaña desde hace demasiados ocres.
Él, huyendo de unos segundos y una mujer a la que tantos años después, sigue desconociendo.
Debe de haber al menos dos dedos de crema, y el camarero que lo ha preparado, tiene experiencia suficiente para saber que debe servirse caliente, antes de que ésta se enfríe, o la espuma se convertirá en una nube que abandonaré sobre el plato, ayudada por la cuchara.
Afuera la estación comienza a mostrarse de tan distintas maneras, que acaba por envolverme, y ante la amenaza de lluvia, he decidido resguardarme sólo un momento a observar.
Los árboles toman su color.
Como lo hacen también los pensamientos, los cielos, y las bocas, que olvidan la sonrisa porque se abandonan al sueño de quienes debieran portarlas.
Deben cenar pronto para dormir pronto también.
Apenas intercambian miradas o palabras, y únicamente el ruido de sus cubiertos rompe el gelatinoso silencio que los envuelve.
Sus cuerpos han tomado ya el color del segundo que los envuelve, pero parece tan viejo, que llego a pensar que se vistieran de él mucho tiempo antes. Demasiado tal vez.
Lo han instalado ya en sus ojos, precipitándolos a la lenta agonía.
Deben andar sobre los sesenta y largos.
O tal vez el abandono de la juventud también cayera sobre ellos demasiado pronto.
La frugalidad en sus gestos denota un cansancio adquirido mucho antes tal vez de lo que se esperaba.
El hastío de un momento compartido de manera conjunta y continua.
Predecesor de los que llevan viniendo consigo todas las lunas después de la primera.
Apenas acaban piden la cuenta, sin más miradas que las llevan ofreciéndose toda la vida, sin más palabras que las que ya se dijeron, porque tal vez, las pronunciaron todas olvidando darles sentido, y tras colocarse los abrigos, abandonan el bar.
Ella delante.
Con caminar fatigado y limpiándose aún la boca.
Intentando escapar de una vida que la llevará con extenuados pasos, a una muerte que la acompaña desde hace demasiados ocres.
Él, huyendo de unos segundos y una mujer a la que tantos años después, sigue desconociendo.
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