GALLETAS...

Buceaba cogido de la mano de mamá por las entrañas de aquella ciudad.
Cientos si no miles de obreras se dirigían prontas a sus trabajos.
Los oía hablar y discutir entre empujones y caras que delataban sus tristes vidas.
Esas a las que debían llenar y que tan poco les aportaba en casi la totalidad de las ocasiones.
Habíamos entrado por aquella boca llena de escaleras y cuando intenté detenerme para mirar aquellos coloridos carteles que apenas podía leer, mamá estiró de mí sin mirarme.
Intenté decirle, y resultó en vano.
Cuando alguna de las obreras se movía dibujando un nuevo recorrido en su camino, era golpeado por sus maletines negros.
Miraba entonces sus zapatos alejarse presurosos hacia los andenes.
El ruido de los trenes aumentaba a medida que la distancia hasta ellos disminuía.
Llevaba en la bolsa de tela que colgaba de mi cuello, algunas galletas una botella de agua y las instrucciones necesarias.
No tuve tiempo de advertir el beso en mi mejilla, ni siquiera me percaté del abrazo.
Miraba embelesado aquellas máquinas de hierro que se movían en una u otra dirección y que eran engullidas por aquellas bocas negras hasta que se perdían de vista.
La muchedumbre se apretaba en las puertas y eran demasiados los que intentaban a la vez subir o bajar.
Sentí que nadie tomaba mi mano, y sólo advertí a los que pasaban a mi lado sin detenerse.
Quedé inmóvil esperando de nuevo que su piel, esa que conocía bien, viniera y la tomara de nuevo.
Cuando en el andén apenas quedaban pasajeros miré el tren.
Y allí la encontré con lágrimas en los ojos y sus manos sobre el cristal.
Además de inmóvil entonces quedé mudo.
Otros como yo parecían seguir esperando.
Y quedé unido a aquella baldosa de la que horas después nadie me había arrancado.
Vi pasar muchos trenes. Y todos se perdían de vista en aquellas grandes bocas negras.
Observé el reloj y sus lentas manecillas y cuando tuve hambre, me senté en uno de los bancos y abrí mi bolsa de tela. Saqué una galleta y mientras la mordisqueaba, observé la fila de hombres y mujeres que como yo, estaban sentados en aquellos bancos.
Nadie, excepto una niña que parecía un año mayor que yo, a lo sumo dos, se acercó a mí.

_Cómo te llamas?
Qué estás comiendo?

Su vestido había perdido el color que tuviera antaño. Debía por aquel entonces ser precioso, porque en aquel momento sólo era bonito.
Le ofrecí una galleta que saqué de nuevo de mi bolsa.
Se sentó a mi lado.
Y cuando acabamos con todas, tomé entre mis manos el papel que había escrito mamá.
Ella lo leyó en voz baja.
Apenas pude entenderla, pero me gustó ver como movía sus labios o intentaba alcanzar alguna palabra que quedaba lejana a su entendimiento o su pronunciación.
Cuando hubo acabado sacó de su calcetín un trozo de papel y me lo tendió.


_No te preocupes. Seguro que volverán.

La vi alejarse y seguí esperando...

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