EL LABERINTO DE LAS GOLONDRINAS(II)

Advertí entonces que mi madre únicamente fijaba la vista en las hojas muertas que descansaban sobre el mármol blanco.

Dentro esperaba aquella anciana que a duras penas se sostenía sobre un bastón y se acompañaba de aquella mujer que la cuidaba. De tez pálida y pelo cano enredado en forma de ocho y aguantado por un broche lleno de piedras del color de los zafiros, oronda como su marido, dulce y no sólo en su olor.
Besó en la mejilla a mi madre y nos acompañó hasta una de las salas que comunicaban con aquel recibidor que presidía una gran escalera con una forma que se hacía más ancha en la base que en la cima, y con unas barandas de robustas maderas lacadas que la custodiaban a lado y lado, dándole aire de solemnidad.
Una vez allí nos ofreció acercarnos a aquella gran chimenea para que entráramos en calor.
Tras darnos a beber algo de leche caliente, se alejaron dejándome ante aquella maravilla de almas naranjas que flotaban e intentaban escapar, mientras crepitaban sus pecados, hasta que caí rendido por el sueño, mirando aquellas llamas, sentado en aquel gran butacón orejero y cubierto con aquella manta que me había acercado Cecilia, la mujer de tez pálida y sin olor dulce que impregnara sus ropas...


La mañana despuntaba hacía rato. El sol estaba alto, y oía el trinar de algunos de los rezagados pájaros que en pequeños grupos se preparaban para abandonar aquellas tierras en busca de otras más cálidas, y se acercaban a los comederos que habían dispuestos a lo largo y ancho del jardín.
Aquellos debían ser los últimos en partir.
Me asomé a la ventana. El día era radiante.
No caí en la cuenta de que estaba en pijama, en una habitación que no conocía, y sin saber de qué manera había llegado allí.
Encontré la ropa dispuesta sobre una de las sillas que estaban situadas al lado del escritorio.
Miré a mi alrededor intentando ubicarme. Intentando encontrar algo que me resultara familiar.
Al no encontrarlo me vestí con premura, sin dejar de esperar que el reflejo del espejo ovalado situado encima de una vieja cómoda, me devolviera mi imagen.
Junto a él y al lado de una palangana de latón, una jarra llena de agua con la que me aseé e intenté mantener a raya aquel remolino, herencia de papá, que me hacía parecer despeinado siempre
Tomé el pomo de la puerta y lo hice girar con suavidad.
Sabía que la noche anterior habíamos llegado a aquella casa, y aquello era todo lo que recordaba.
Esperaba encontrar a mi madre al otro lado de la puerta, pero sólo un largo pasillo en penumbra vino a recibirme.
Deduje que el suelo estaba enmoquetado porque mis pisadas no hacían ruido alguno.
De manera lenta caminaba intentando no caer al no advertir un escalón escondido en la oscuridad.

Llegué a la parte superior de la escalera que la noche anterior había visto nada más llegar.
Al otro lado de esta, se disponían ordenadamente y de igual manera, el mismo número de puertas que había ido contando desde que salí de aquel cuarto.
Me quedé quieto escuchando el ruido que venía de la planta inferior, escondido tras las anchas maderas que conformaban la baranda.
El olor a lavanda inundó mis sentidos, y extrañamente recordé que el hambre me había llevado a despertar momentos antes.
Vi pasar a mi madre acompañada de aquella mujer que la noche antes me ofreciera la leche caliente, y escuchaba atenta las explicaciones que ésta le daba.
Advirtió mi presencia y se disculpó.

Cecilia asintió y ambas se acercaron a los pies de la escalera.
Bajé poco a poco, intentando no resbalar.
Miraba a mi madre y esta me devolvía la mirada que hacía semanas no encontraba en sus ojos.
Ambas vestían de igual manera, y me abrazó y besó nada más verme.
Miré de reojo a aquella mujer que parecía sonreír.

_Acabaremos luego con la charla Marta.
Lleve al pequeño Pau a desayunar y tómese un descanso...Usted ya me entiende.
Qué tal ha descansado nuestro hombrecito?

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