EL LABERINTO DE LAS GOLONDRINAS... ( IV )


...Los fogones negros con las ollas en las que se reflejaban las impolutas paredes, se situaban al lado de una ventana de madera, del mismo color que el resto de muebles que salpicaban aquella cocina.

 Del techo una gran campana construida de obra, hacía el trabajo de salidero de humos a la vez que le daba un aire más rústico si cabía.

Colgaban en los laterales grandes paellas y cazos de cobre que brillaban de la misma manera que las paredes.

Parecía todo nuevo.

En una de las paredes una gran puerta de hierro negra. Suponía que sería el horno donde cocer el pan, y no me acerqué por miedo a que alguno de aquellos cazos cayera al suelo haciendo el ruido del que mi madre me había advertido momentos antes.

Me acerqué a la ventana, pero apenas podía ver el cielo azul.

 Acerqué una de las sillas en las que habíamos estado hablando mamá y yo y logré subirme, no sin dificultades, a aquella alta encimera.

El azul del cielo empezó a menguar dando lugar a tonalidades verdes, ocres y bermellones a medida que mi cuerpo se incorporaba en aquella nueva altura.

Observé cuanto pude, temeroso a mover mi vista de un lado a otro por miedo a que desaparecieran las imágenes que sin saberlo, estaban entrando por las niñas de mis ojos, para asentarse con decisión en mi mente y no salir de allí nunca más. El bermellón tomaría algunas ideas y no demasiadas de las sensaciones, las justas diría yo. Las que empezaron a vestirme para desvestirme de niñez. Porque si algo tienen las malas noticias, es que lo dejan a uno en cueros.

El verde y el ocre pasaron a formar parte del mal pensamiento, el retorcido, el insano. Y aquella sería la mejor manera de evitarlos.

Cecilia rompió aquel momento entrando apresurada en la cocina, mientras cargaba una gran cesta de mimbre llena de lo que me parecieron más verduras.

 _Pau! Baja de ahí ahora mismo. Puedes caerte.

 Bajé tan rápido como me permitieron mis pies, que tardaron un eterno segundo en encontrar la base de la silla en la que tenían que apoyarse, para acabar brincando y así llegar al suelo.

 Cecilia me acarició el pelo. Echó un vistazo a la gran mesa que presidía el centro de la cocina y vio mi vaso de leche helado ya por aquel entonces.

 _No vas a crecer si no desayunas. Te quedarás pequeño y los otros niños te ganarán siempre.

 _Hay más niños por aquí señora Cecilia?

 _Pau, no hace falta que me llames señora.

 _Pero… es que mi madre se enfadará conmigo.

 _Ya he visto que eres un chico educado. No hace falta que sigas llamándome señora. Con Cecilia bastará.

 Se movía en la cocina con una sigilosa soltura.

Abriendo y cerrando cajones llenos de platos y ollas, sacando de unos los vasos y las jarras, guardando en otros algunas frutas y verduras y casi sin percatarme de movimiento alguno, volví a encontrarme el vaso de leche templada de nuevo sobre aquella enorme mesa.

 _Tómatelo Pau. Así podrás también acabar el trozo de bizcocho.

Cecilia era como descubrí tiempo después, una mujer demasiado ocupada para oler a dulce, pero nada de ese olor se echaba en falta si lograbas estar con ella un rato mientras preparaba la comida o la cena.

Debía tener algunos años. Entre la edad de mamá y muchos más. No me atreví a preguntarle nunca para que mi descaro no me obligara a llamarla de nuevo señora.

Era una mujer fuerte. Cargaba con cajas más grandes que yo.

Era nerviosa y no paraba nunca quieta.

Demasiado pobre para ser tan perfeccionista. Siempre con la esquina de un paño y su vaho. Creo que en su uniforme, lo más importante era sin duda aquel trozo de trapo.

Demasiado noble para que en aquel justo momento, y en aquella cocina, no intuyese que podría contar con ella cuando lo necesitara.

No tenía hijos ni había tenido marido nunca.

Demasiado poco beata y a la vez ocupada como para llevar a cabo creencia alguna.

 _Seño…quiero decir… Cecilia, hay más niños con los que poder jugar aquí?

 _Pau, los niños llegan a este lugar cuando lo hacen las golondrinas. Si ellas faltan, también los juegos.

 No entendí demasiado bien aquellas palabras. Debió notarlo en mi cara.

 _Anda, acábate ese desayuno y sal a conocer la casa. Lo mismo encuentras algunos tesoros.

 Curiosamente había oído de boca de mi madre las mismas palabras momentos antes.

 Respingué sobre aquel taburete: _Hay tesoros enterrados? Aquí vivieron piratas?

 La carcajada fue tan sonora que por un momento me pareció haber dicho algo realmente impropio y me sonrojé.

 _Los tesoros no están debajo de la tierra, sino sobre ella, pequeño.

 Me miró y al percatarse de que mi almuerzo había desaparecido, me indicó que me acercara a una de las puertas que había pasado desapercibida a mi vista por quedar oculta tras un pequeño mueble que servía para almacenar carne seca, y que había permanecido abierto durante nuestra charla.

 _Esta es la entrada secreta a la cocina. Si alguna vez necesitas algo, entra por aquí. Evita entrar por la puerta principal. Los señores apenas pisan la casa, pero recuerda que eres hijo de la mujer del cuerpo de casa. Somos servidumbre, y debes aprender algunas cosas.

Anda, ponte esto y corre a ver si encuentras algo con lo que entretenerte y pasar el tiempo hasta que llegue la hora de comer._ Abotonó todos y cada uno de los botones de aquella chaqueta que aunque algo más vieja y grande, era suave y olía a lavanda.

 

Asentí y salí a conocer la casa a la que la noche anterior habíamos llegado, y de paso, encontrar esos tesoros de los que me hablaban mamá y Cecilia.

 La mañana, todo y ser soleada, era la propia de finales del mes de octubre, algo fría.

Salí por aquella pequeña puerta, envalentonado por las palabras de la cocinera, temeroso por desconocer el lugar y lleno de curiosidad tras haber contemplado momentos antes aquellas copas mecerse con el viento entre la gama de colores propias de la estación.
 
Cuídense.
 
Sean felices.
 
Ciao.

 

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