EL LABERINTO DE LAS GOLONDRINAS ( III )



...
La mañana debía despuntar hacía rato. El sol estaba alto, y oía el trinar de algunos de los pájaros que en grupo se preparaban para abandonar aquellas tierras en busca de otras más cálidas, y se acercaban a los comederos que habían dispuestos a lo largo y ancho del jardín, y que aquella misma tarde descubriría.

Me asomé a la ventana. El día era radiante.

No caí en la cuenta de que estaba en pijama, en una habitación que no conocía, y sin saber de qué manera había llegado allí.

Encontré la ropa dispuesta sobre una de las sillas que estaban situadas al lado del escritorio. Era nueva.

Miré a mi alrededor intentando ubicarme. Intentando encontrar algo que me resultara familiar.

Al no encontrarlo me vestí con premura, sin dejar de esperar que el reflejo del espejo ovalado situado encima de una vieja cómoda, me devolviera mi imagen.

Junto a él y al lado de una palangana de latón, una jarra llena de agua con la que me aseé e intenté mantener a raya aquel remolino, herencia de papá, que me hacía parecer despeinado siempre. Antes de salir volví a mirarme en aquel espejo intentando colocarme bien la camisa blanca y sintiéndome raro al llevar ropa nueva, que olía bien y a la que no le faltaban pedazos o botones. Los zapatos no tenían barro.

Tomé el pomo de la puerta y lo hice girar con suavidad.

Sabía que la noche anterior habíamos llegado a aquella casa, y aquello era todo lo que recordaba.

Esperaba encontrar a mi madre al otro lado de la puerta, pero sólo un largo pasillo en penumbra vino a recibirme.

Deduje que el suelo estaba enmoquetado porque mis pisadas no hacían ruido alguno.

De manera cauta caminé intentando no caer al no advertir un escalón escondido en la oscuridad.

 Llegué a la parte superior de la escalera que la noche anterior viera nada más llegar.

Al otro lado de esta, se disponían ordenadamente y de igual manera, el mismo número de puertas que había ido contando desde que salí de aquel cuarto.

Me quedé quieto escuchando el ruido que provenía de la planta inferior escondido tras las anchas maderas que conformaban la baranda.
 
El olor a lavanda inundó mi nariz, y extrañamente recordé que el hambre me había llevado a despertar momentos antes.








Vi pasar a Cecilia acompañada de mi madre, que escuchaba atenta las explicaciones que ésta le daba.
Salí de mi escondite, advirtió mi presencia y se disculpó.
Cecilia asintió y ambas se acercaron a los pies de la escalera.
Bajé poco a poco, intentando no tropezar por la falta de costumbre y por llevar aquellos zapatos nuevos que parecían agarrarse a la alfombra en cada paso.
Miraba a mi madre y esta me devolvía una mirada que hacía semanas no encontraba en sus ojos.
Ambas vestían de igual manera, y me abrazó y besó nada más verme.
Miré de reojo a aquella mujer que parecía sonreír.
_Acabaremos luego con la charla Marta. Lleve al pequeño Pau a desayunar y tómese un descanso.
Qué tal ha descansado nuestro hombrecito?

Miré a mi madre antes de responder.
_Muy bien, gracias señora Cecilia.
Mientras mis palabras salían atropelladas la miré de reojo, esperando la aprobación por mi correcta y educada respuesta.
Mi madre sonrió y la señora Cecilia nos mostró el camino a la cocina.
_Tienes hambre, Pau?
_Sí…señora.
 De camino a la cocina, recorrimos un ancho pasillo con puertas abiertas a lado y lado, dándole la espalda a la sala que la noche anterior nos había recibido y cobijado del frío.
Esas grandes estancias de altos techos, proyectaban toda la luz que los grandes ventanales que las poblaban eran capaces de robarle al día.
Mi madre tomaba mi mano y aquella casa me pareció enorme y llena de secretos.
Habitaciones llenas de libros hasta los altos techos.
En una de ellas me pareció ver el piano más grande que jamás hubiera visto.
Observé y me mantuve en silencio. Sabía que no era bueno hablar en aquel momento.
Me dejé arrastrar por mi madre hasta la gran cocina donde dispuso sobre una gran mesa llena de ollas y verduras, un vaso de leche templada al que añadió una cucharada de miel.





Me acercó un pedazo de bizcocho con sabor a naranja y canela, y un zumo de naranjas que exprimió mientras yo pellizcaba sin demasiada seguridad pero con un hambre atroz, aquel pedacito de sabroso desayuno.

 

Se sentó ante mí y me observó largo rato.

Notó una desgana poco habitual dada el hambre y se dispuso a relatarme algunos acontecimientos ocurridos en los últimos meses, y que parecían habernos llevado a cambiar de vida, a movernos como nómadas y a negarme al entendimiento por ser sólo un niño.

 

_Pau, hijo. Tengo que hablarte de algunas cosas.

 

_Vamos a quedarnos a vivir aquí, mamá?

 

_Pau...

 

Notó en mi mirada que aquellos últimos meses me habían hecho madurar inesperadamente.

Ambos necesitábamos hablar de aquello.

Quería que me dijera la verdad y ella necesitaba imperiosamente deshacerse del mundo que llevaba ahogándola demasiadas noches, y que la hacían gemir mientras intentaba ahogar contra la almohada el llanto.

 

_Sí hijo. Vamos a vivir aquí.

 

_Cuándo va a volver papá?

 

_Pau, hijo...

 

Levanté la mirada, esperando una respuesta que creía conocer. Que no comprendía, pero que conocía, no porque no tuviera edad para comprenderla, otros amigos habían perdido a alguno de sus padres, o incluso a los dos, pero no quería pensar que yo formara parte de esa gente. De la gente a la que le toca seguir viviendo cuando los dejan solos. Me parecía una tarea demasiado ardua como para serle exigida a un niño. Y por más que intuí en los ojos de mi madre el deseo de que sus palabras no me hicieran daño, éstos la habían abandonado por completo, así que no le quedó otro remedio que mirar cabizbaja al suelo.

 _No va a volver.

 _Nunca más?

 Negó con la cabeza, y se levantó de aquella silla. Y yo me quedé quieto. Esperando. Desconocedor por completo de todo cuanto estaba ocurriendo a nuestro alrededor, por más que supiera que algo gordo pasaba.

Me besó en la mejilla, y se dispuso a salir de aquella cocina. Yo sé que se fue para que no la viera llorar, porque sus ojos empezaron a brillarle más.

 _En cuanto acabes tu desayuno, sal al jardín y así descubres los rincones secretos. Seguro que hay alguno. Y quien sabe, a lo mejor encuentras un tesoro. No hagas demasiado ruido y no molestes.

Enjugó sus lágrimas aun de espaldas, con disimulo, y la vi desaparecer por el pasillo. Apenas podía escucharla, y mucho menos quise creerla.

Tomé aquel zumo de naranja. Ahora sé que podía haber bebido arsénico y no me hubiera dado cuenta. Algo dentro acababa de romperse, y me sorprendió aterrado comprobar que nada había hecho ruido, y que el tiempo fuera parecía seguir su incesante goteo.

Tardé años en entender que fue el peso. Ese que te descubre erizando tu piel y haciendo que el malestar por el vuelco, no solo del estómago, te hace ser consciente de ese ahora que será siempre…
No me permití llorar y me costó parte de la infancia ese solo acto.

Tenía miedo, creo que acababa de descubrir el horror que puede sentirse en una vida. Ese sin duda me cambió para siempre.  Creo que a día de hoy, puedo permitirme afirmar que si me volví piedra, fue para evitar ese terror que me ha perseguido desde el día que cumplí ocho años.

La soledad vino a llenarme por completo porque no podía imaginar tras mis pequeñas manos que hubiera manera de deshacerme de eso nunca más. Lo había dicho mamá: _ Nunca más. Y en aquel momento solo pedí que volviera para protegerme.

Era como si me faltara el pecho, y todos mis órganos hubieran quedado expuestos para que cualquier desconocido mellado hurgara en ellos…
Dos palabras que se volverían un peso sordo a partir de entonces.Y para cuando intenté beberme la leche, ya se había enfriado, y seguí pellizcando aquel bizcocho como un autómata, incapaz de encontrarle ya sabor o sentir siquiera que me corriera garganta abajo.

Observé aquella cocina detenidamente.

Las paredes vestían de cerámica blanca, brillante.

Sonrío ahora al recordarme que pensando en otras cosas, el dolor pasa…


 


Cuídense.
 
Sean Felices.


P.D: Disfruten del largo fin de semana!
 
Ciao.

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