EL LABERINTO DE LAS GOLONDRINAS ( II )
"A veces, los seres más
pequeños llegan a realizar los mayores esfuerzos sin que ellos lo sepan siquiera.
Necesidad de ser y
estar, de mantenerse vivo, de amoldarse, de dejarse llevar en el marco de las vidas
que por suerte nos toca correr, sin que hayamos podido elegir si formar o no
parte de ellas, y siendo los actores o las actrices principales solo si queremos vivirla.
Cuántas veces una sola
estación no nos habrá llevado con solo un billete de ida, hacia adelante, sin
permiso.
A algunas golondrinas
en solo una estación se les roba algunas
condiciones, a otras los juegos y los cantos, a las más viejas la esperanza, a
las más débiles el aliento, a las más arrogantes, toda una vida, a las más valientes, el norte, y a las más
llorosas, el dolor…
Distancias abismales que recorremos emigrando para no volver ya nunca, o
para hacerlo solo cuando comprendemos el paisaje de cada una de aquellas
fotografías, aquellos momentos, y aquel tiempo..."
...Advertí entonces que mi madre únicamente fijaba la vista en
las hojas sobre el mármol blanco. Llevé allí mis ojos y entonces descubrí con
horror que mis viejos zapatos estaban llenos de barro. Me quedé inmóvil sin
saber si debía o no seguir caminando. Si debía quitármelos antes de entrar o si
debía disimular sin más y no volver a fijar la vista en el suelo para que
tampoco los otros lo hicieran. Busqué los ojos de mi madre y apenas advertí sus
labios curvándose casi imperceptiblemente. Encontré entonces sus ojos y una
fingida serenidad que traté de hacer mía. Apretó levemente mi mano y le sonreí ampliamente
mostrándole el hueco que la falta de una de las palas superiores me había
dejado. Su rostro se dulcificó y entonces olvidé el barro de nuestros zapatos.
Dentro esperaban algunas personas. Me llamó la atención una
mujer. Aquella anciana de tez pálida y
pelo cano enredado en forma de ocho y que tenía los ojos más dulces que hubiera
visto nunca. Me sentí bien con solo mirarla. Llevaba un traje negro y un
delantal la delataba como sirvienta en aquel caserío. A su lado no tardó en
aparecer aquel hombre con el que viajáramos durante horas. Un par de mujeres
más jóvenes se situaban a su derecha. Tras un leve quejido de las maderas dcel suelo que al principio me asustó,
llevé mi vista hacia una de las alas que se abrían cerca de nosotros. Una mujer
con el pelo cano aguantado por un broche lleno de piedras del color de los
zafiros, oronda como su marido, apareció vistiendo un vestido del color del
vino. Caminaba agachada así que no pude verle los pies. Un raro chirriar la acompañó
hasta que llegó a nosotros. Comprobé entonces con algo de temor que a ambos
lados del vestido unas ruedas grandes sobresalían de su vestido. Se movía en
silla de ruedas y reculé algunos centímetros hasta que dejé de tenerle miedo.
Pidió con solo un gesto que mi madre se acercara y la besara
en la mejilla, y nos bastó con otro movimiento para dirigirnos a una de las salas que comunicaban
con aquel recibidor que estaba presidido por una gran escalera con forma de
montaña que la hacía más ancha en la base que en la cima, y con unas barandas
de robustas maderas lacadas que la custodiaban a lado y lado, dándole aire de
solemnidad.
Una vez allí nos ofreció acercarnos a una chimenea que se
abría en medio de aquella gran sala para que entráramos en calor.
Tras darme a beber algo de leche caliente, se alejaron
dejándome ante aquella maravilla de almas naranjas que flotaban e intentaban
escapar mientras crepitaban sus pecados, hasta que caí rendido por el sueño
mirando aquellas llamas, sentado en aquel gran butacón orejero y cubierto con
aquella manta que me había acercado Cecilia, la mujer de tez pálida y sin olor
dulce que impregnara sus ropas...
Cuídense.
Sean Felices.
Nunca es tarde para retomar viejas historias, aunque no sepamos a dónde van a llevarnos.
Ciao.
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