NOVIEMBRE ( II )




...qué sucede cuando la costumbre grabada a fuego en la piel, nos lleva a creer que cuanto ocurre es lo correcto?

_Tú eres la mamá y yo el papá…

Recuerda haber guardado alguna foto en cuanto la descubrió, porque el tiempo sepia se había tomado la molestia de echar una gruesa manta sobre su memoria, tal vez hubiese sido cosa solo del tiempo, tal vez fuera el acto reflejo y desesperado de mantenerse, aunque latente, sin saber que los monstruos se quedan a dormir dentro de un armario cualquiera, de por vida, o escondidos tras los ojos de una foto.

Algunos depredadores de la infancia se hacen visibles solo cuando nos tomamos en serio lo de crecer. Solo entonces, al advertir el miedo por tener que tomar una u otra decisión de esas que van a hacernos caminar de un lado de la calle o del otro, una abre el armario, toma esa manta, la deposita sobre la cama y duerme bajo ella, para acurrucarse del frío, ese que hay que dejar crecer, para poder enfrentarnos a él, librarle cuantas batallas y guerras sean necesarias, y poder empezar a creer que realmente todo aquello no debió suceder, mucho menos prolongarse en un tiempo y un espacio. Lejano y actual, en sepias y grises.

No recuerda si hubieron más, pero sí recuerda aquel viaje bien entrada la madrugada, con siete personas en un coche en el que apenas podían moverse, y los “chimos” que compraron en la gasolinera cuando pararon a repostar cuando se hizo de día y que tuvo entretenidos a los tres peques un buen tramo del camino, o si fue encontrar la postura menos incómoda haciéndose un ovillo sobre una de las alfombrillas traseras quedándose dormida así hasta que por fin llegaron a ese lugar al que iban a pasar las vacaciones, el que la han ido convirtiendo en la adulta que nunca imaginó. Viéndose convertida en no sabe demasiado bien qué al observar bajo la manta alguna foto.

Uno de sus juegos favoritos era que cualquier prima le dibujara palabras en la espalda con el dedo para adivinarlas luego. Y la cuerda atada a aquel gran árbol y desde donde podían lanzarse como lo hacía Tarzán con las lianas en la selva, mientras algunos gritaban palabras solo para descargar adrenalina… o jugar con las muñecas flamencas que había sobre la tele mientras los niños iban a jugar al campo de fútbol. O enganchar pequeños trozos de plastilina de colores sobre algún folio con un dibujo para rellenar.

De aquel viaje recuerda las pequeñas patatas con diferentes formas y que estaban duras, y que luego el abuelo metía en aceite hirviendo y se hinchaban y ya podían comerse. Y algunas tenían forma circular con una estrella dentro, y en el centro de la estrella, otro círculo, y que ella siempre mordía el círculo exterior para quedarse con una patata en forma de sol. O el baño en aquel pequeño río que llevaba más corriente de la que ella capaz de aguantar y que le hizo pasar algunos momentos de miedo en los que volvió a quedarse muda.

O las tardes del escondite en las que esconderse con un primo o un tío en un armario significaba solo las risas por no hacernos oír cuando lo mismo en el fondo lo que queríamos es que nos encontraran, porque sentíamos miedo al notar una mano debajo de nuestras bragas.



_No digas nada. No te muevas…



No nacemos sabiendo qué está bien y qué está mal.

No podemos saber qué ocurre cuando el instinto hace acto de presencia por primera vez y nos invade por completo y por desconocido. Y nos llena y nos colapsa. No debemos entender qué o quienes nos hacen empujar con fuerza la puerta del armario o nos hace salir de debajo de una cama y nos hace correr hasta el comedor o la cocina donde están los mayores hablando. Con el corazón en la boca, el miedo en los ojos y las sienes a punto de estallarnos. No deberíamos guardar silencio entonces, no debería saberse guardar silencio entonces, pero volvió a permanecer muda. Y perdió esa partida al escondite alegando que le dolía la barriga, y entonces su abuela le preparó una taza de manzanilla y pudo quedarse en el sofá sin volver al juego.

No debería tener que vivirse evitando.

Después de lo del armario, llegó el momento en que la empujó dentro del baño y echó el pestillo, le tapó la boca y la tumbó en el suelo, donde volvió a permanecer muda y quieta, muy quieta. No deberían haber habido evidencias entonces, pero las hubo, y si alguien se hubiera tomado la molestia de vigilar los juegos a puerta cerrada donde jugamos…

Cree recordar que debió ser entonces cuando empezaron a llamarla Rottenmeier.

Fue durante el mes de julio. En la foto aparecen dos pasteles de cumpleaños. En el de su hermano que es un año menor que ella, hay cinco velas…

Nada debe tenerse aprendido con esa edad. No debe haber depredadores ni monstruos, solo muñecas y palabras escritas a dedo sobre la espalda, aunque no se sepa escribir demasiado bien, y paseos, y helados, y campos de girasoles en los que robar pipas, y viñedos de los que tomar la fruta para llevársela a la boca y así saciar la sed, y patatas que se fríen y se hacen mucho más grandes, y lianas en los árboles, y bicicletas y playas, y tiendas de campaña enormes sobre la arena, y sandías que se pierden al enterrarlas en la orilla para que estén más fresquitas, porque alguien arranca los palos que las marcan, y caracolas que te permiten escuchar el ruido del viejo mar porque lo llevan dentro…

Algunos recuerdos vienen a salpicarnos, a encontrarnos con nosotros mismos, sin ser esencia porque dan miedo, otros vienen a hacernos sonreír de piel hacia dentro, y entonces, las pequeñas piedras del patio de la guardería, o aquel tobogán que era enorme y que tenía la madera seca por el sol y la lluvia y que le costaba subir con el babi…o el chichón en la frente cuando subida a cuello de otro de sus tíos se golpeó con el marco de la puerta, y el llanto, y la moneda de diez duros para apretar y que bajara el chichón y su madre no se enfadara.

O el primer día en el pabellón de los pequeños, donde se puso a llorar porque no sabía leer su nombre y no encontraba su mesa. O cuando se escondió tras la puerta para que la señorita le dijera que era un bicho y le diera un abrazo en cuanto se diera cuenta, y que saliera sin verla y la dejara encerrada dentro, en un atronador silencio por fuera y por dentro. Golpear la puerta con la punta del zapato hasta que alguien la abrió. Por entonces vergüenza más que miedo…

O las clases de ballet en sexto, donde finalmente pudo colocarse uno de los tutús blancos al que le cosió todas y cada una de las lentejuelas azules y lilas. Y la redecilla del moño, y las cintas de las zapatillas, y las puntas, y sus patas más largas que un día sin pan…

Y los toqueteos cuando dormida en su casa, en su cama, en su habitación, ese tío abría la puerta y estiraba de las sábanas para verla dormir en bragas.

Y luego en octavo, cuando al profesor de mates y ciencias no se le ocurrió otra cosa, que enseñarles que una lupa puede encender un cigarrillo. Dos caladas y el mareo fue tal que tuvieron que esconderla entre los arbustos para que el profesor no la castigara por haber fumado…niños de trece años con cigarrillos. Qué puede esperarse?

Por aquel entonces, pronto aun para reconocer al monstruo, aquello había engordado por la culpa y la vergüenza, la de no hablar, la del miedo a los gritos o las palizas. Por aquel entonces ya no esperaba los abrazos de nadie, era más Rottenmeier que nunca y se discutía a diario con todo aquello que le daba forma a toda parte de su mundo, y le tocó recuperar en septiembre alguna materia.

A esa edad una lleva ya escrito tan a fuego en el alma, la piel y el recuerdo esas costumbres y esas palabras, que sabe que haga lo que haga va a ser tarde. Siempre fue tarde. Lo sabe por la culpa y el miedo, el asco, y el pánico, saberse muda, una y mil veces una maldita muda. Una cobarde.

_Es nuestro secreto. No se lo cuentes a nadie. Si lo dices no van a creerte y te pegarán.



Aquel viaje de madrugada lo cambió todo. La cambió por completo, y solo tiempo después, cuando su familia decidió reagruparse viniendo de ese lugar tan, tan lejano, volvió a encontrarse con el monstruo.

Cuídense

Sean Felices.

Ciao.


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