NOVIEMBRE ( I )




En ocasiones la vida se vive con el telón bajado y sin público en las butacas. En ninguna.

Se vive de espaldas, tras los escombros y todos los platos rotos de los que puede llenarse una vida.

En ocasiones además, se vive huyendo continuamente de todo lo que somos y de lo que hicieron de nosotros o nos permitimos hacernos a nosotros mismos.

Puede que de los recuerdos, de todos, los que prevalezcan sean solo los que nos marcaron hasta el punto de darnos la forma actual.



… aquella tarde había salido a ver a sus abuelos y había decidido llevarlo consigo. Obvió la correa porque por entonces no hacía falta. Lo mismo si la pedía, su madre le pondría pegas y decidió ocultar que se lo llevaba. Entonces el pueblo no era lo que es hoy. Podía salir sola a pasear hasta llegar a casa de sus abuelos donde pasaba las tardes escuchando las campanas de la iglesia que se situaba en la misma esquina en la que aquel viejo cascarrabias vendía caramelos.
Los tomaba, depositaba sobre aquel trozo de madera gastada todas las pesetas rubias que le había dado su abuelo aquella misma tarde y que había tomado de aquel cofre lleno de caracolas pequeñitas que estaba en su mesilla de noche, y echaba a correr escalones arriba hasta dar con la pesada puerta, tiraba de ella, y de allí al portal apenas unos cien metros hasta llegar de nuevo a aquel viejo piso, en los que le parecía seguir escuchando los gritos de aquel pobre hombre medio ciego al que los niños tomaban el pelo ocultando algunos caramelos de encima del mostrador. No le gustaban las pesetas. Aun no entiende por qué.

Los días que el abuelo trasteaba en la pequeña cocina y la abuela observaba aquel punto fijo en la pared, sin hablar, estirándose de la falda para abajo para ganarle la batalla a alguna arruga imaginaria, ella se escabullía hasta la entrada y con ayuda de una silla, descolgaba el trozo de tela blanca que cubría el cuadro del contador. Tomaba los dos extremos y los unía con un nudo para hacerse una falda corta y brincaba de un lado al otro del pasillo elevando sus manos y girando sobre sí misma de puntillas.

_Otra vez, chiquilla! Pero me puedes decir que tienes tú con este trozo de tela? Y ahora no habrá manera de sacártelo porque le habrás hecho un nudo… uno de estos días te hoy a colgar de la alcayata esa y te vas a quedar ahí para siempre. Tapando el contador!

Sonreía porque el cascarrabias de su abuelo era diferente a todos los demás. Muy en el fondo, parecía divertirle desanudarle la falda y volvía a colgar la tela donde le correspondía con una sonrisa que escondía.

De aquello hacía algún tiempo. Ella iba creciendo y la tela ya no había manera de unirla. El abuelo seguía trasteando por la cocina o el lavadero, y entonces empezó a sentarse al lado de su abuela, observando la piel de sus manos, las arrugas en su rostro, y el piñón en el que se había convertido su boca por la falta de algunos dientes.

Trataba de colocar un mechón de su pelo corto y cano tras la oreja, o atusaba el de su frente hacia atrás…siempre de azul marino porque las manchas se veían menos. Siempre ida, siempre la abuela en el sillón.

A veces olvida por completo que empezó a escucharla entonces. Y que sus historias la situaban en un espacio y un lugar. Y que le gustaba saberla venida de lejos, y de las veces que recogieron aceitunas, y de lo guapa que ella se siente cuando recuerda que en algún momento  fue otra mujer. Más joven. Que se ponía flores en el pelo aunque anduviera descalza porque la postguerra hizo estragos en la dignidad de todos ellos. Hombres, mujeres y niños echados a perder, arrojados a unas vidas que otros les imponían. Ella que vivió como tantas, que sueñan y viven para criar hijos que les ayuden con las ovejas en el monte… y escuchaba hablar de primos y hermanos de tíos o sobrinos de otras hermanas de las primas de no sé quién. Lejos. De muy lejos. De un lugar que llevaba su nombre porque los campos eran blancos cuando florecía el algodón.

_Y para sacar el algodón hay que tener cuidado, porque pincha.

Los echa de menos. Y tal vez eso la lleve a plantearse que también se echa de menos a sí misma. Pero unos recuerdos traen otros…

… la tarde en la que salió pasear, ya de vuelta, en la plaza de la gran Iglesia, otro perro mayor, mucho mayor, como ese que sale en los dibujos de Heidi, agarró al suyo zarandeándolo de un lado al otro y mientras aquel pobre animal pedía con grito lastimero, ella se quedó muda.

Cuando los gritos de la otra dueña alertaron a algunos vecinos que trataron de acercarse haciendo aspavientos para que lo soltara, solo entonces reaccionó y echó a correr hacia su mascota. Logró arrancarlo de la boca del otro animal, y el pobre perro asustado y en propia defensa, le mordió en la cara.

No lo soltó en todo el viaje de vuelta sin dejar de advertir la mirada de todos los que allí se habían arremolinado.

Su madre no iba a estar en casa. Nunca estaba. Se dirigió a casa de sus otros abuelos, y dejó al animal en el suelo. Este fue a resguardarse bajo la mesa camilla y permaneció allí mientras el miedo de ambos iba pasando. Nadie le preguntó de dónde venía, siempre que iba a casa de sus abuelos llevaba a su perro con ella. Al vivir más cerca no había necesidad de planteárselo, y además él siempre la seguía.

Permaneció apoyada en aquella puerta mientras las mujeres hablaban. Ruido, siempre ruido en aquella casa, aunque entonces ella no escuchara nada. El miedo y los gritos la habían dejado sorda. El remordimiento y la culpa, muda. Y fue incapaz de explicar lo que había ocurrido aunque el animal empezara a gritar bajo aquella tela. Cuando lo colocaron sobre la mesa para mirarlo y preguntaron qué podía estar pasándole, ella siguió en silencio.

Algunos recuerdos han ido solapándose a lo largo de su vida. Siempre en bucle, creando un círculo perfecto que ahora mismo se encuentra tan anudado como aquella tela blanca y que es incapaz de deshacer.

A veces olvida que de vez en cuando recuerda cómo pasó aquella noche de celebración escondida tras el viejo coche del abuelo, dentro del patio delantero de la casa, haciendo compañía a su amigo porque no lo dejaban entrar dentro, hasta que su madre buscándola para que cenara la encontró allí, dándole una de esas palmadas en el culo, y echando al pobre animal fuera de aquel patio, cerrando la puerta de la vieja y oxidada verja verde, donde permaneció hasta que todos volvieron a casa en coche.

De aquella casa además de la verja vieja verde, recuerda las literas, las habitaciones hasta arriba de literas en las que apenas cabían los armarios, y siempre, siempre, había algún tío durmiendo. Una habitación para los seis o siete machos que podían estar viviendo con ellos entonces, y otra para las dos hembras. Mucho más pequeña pero espaciosa al tener solo dos camitas nido y un pequeño armario. Aunque nunca hubiera manera de salir a la galería con la puerta abierta por completo porque chocaba con uno de los cabeceros.

Recuerda aquella parra que daba uvas ácidas y se llenaba de avispas cuando llegaba el buen tiempo y las reuniones empezaban a hacerse fuera en el patio, bajo el fresquito, alrededor de aquella mesa de plástico blanca con sillas de todos los colores.

La alacena en aquella casa se cubría de la vista con otras dos alcayatas y un trozo largo y floreado de tela y aunque alguna que otra vez lo pensó, sabía que de poco iba a servirle, que acabaría pisándolo y tropezando, y que aquella, su otra abuela, tenía la voz más fuerte y la mano más suelta.

También de lejos, de muy lejos, con tantos hijos por criar que en cerca de veinte años no se la vio nunca de otra manera que no fuera preñada.

 Además aquella tela era más basta y no flotaba. Ya lo había pensado alguna vez a lo largo de alguna de aquellas tardes interminables de las muchas que allí pasaba. Y si la usara de capa?...

Siempre fue miedosa, y aquella botella de oxígeno en la habitación del abuelo, nunca auguró nada bueno. Le faltaba el aire.

A veces recuerda cuando casi se le cae al olvido, a aquel hombre que era su héroe. Tan grande y alto que creía poder tocar el cielo cuando siendo muy chica la aupaba. O aquel primer piso. Con todos sus tramos de escaleras. Y a sus vecinos. El señor de los pájaros, y a su amiga Susana que vivía al lado, justo puerta con puerta y a donde iba a jugar, porque ella tenía más muñecas, y a veces incluso comían arroz en el intento vano de que pudieran volverse chinas. Ambas querían tener los ojos rasgados. Y la pareja joven de un piso o dos más abajo, a donde iba a cuidar del bebé cuando cuidarlo era solo mirarlo dormir con los puños cerrados.

Aquel primer piso. Desde donde podía imaginarse una pirata que miraba por un catalejo hecho dando forma a sus manos, y desde donde poder descubrir el mar. Lejos, muy lejos, o la tierra de la que venían sus abuelos, más lejos aún, donde se acaba la tierra si vas para abajo. No dudo que toda aquella imaginación le hubiera permitido encontrarlo todo, de no ser porque miraba hacia el este…

A veces, necesita echar mano de aquellos recuerdos que empiezan a volverse sepias y blanco y negros que van quedando atrás en el tiempo, y a los que necesita aferrarse para seguir tomando aire. Esto solo ocurre a veces. Pocas, aunque cuando sucede necesita empezar de cero una y otra vez, hasta dar con el perdón que acostumbra a negarse a sí misma. Por huir, por callar, y en ocasiones, porque el peso de todo el círculo, la hace olvidarse de que anda viva. Ahora. Aquí. Más de tres décadas después. Siendo quien es. Sintiéndose una completa desconocida a días alternos de desengaños, sepias, abejas y verjas oxidadas, mesas camillas, ruidos y parras. Tratando que el recuerdo, ese que guarda todos sus monstruos, la salve de este invierno que parece haber llegado para quedarse.

Cuídense
Sean Felices.
Ciao

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