DE ESAS VIDAS QUE NUNCA ACABAN SIENDO DEL TODO NUESTRAS... ( 18 )





…llegué a aborrecer mi propio olor. Era el del miedo. Y cuando te encuentras conviviendo y destilando miedo mientras el que debe complementar tus días pares y tus noches alternas en cualquiera de los meses del calendario que recoge el tiempo de toda una vida, destila culpa, tarde, siempre más tarde que temprano, uno se ahoga en una pecera llena de peces con los que tiene que lidiar en busca de espacio y oxígeno…llegué a aborrecer su olor sin ni siquiera reconocerlo…las cosas ocurren sin más…esas que por pequeñas e insignificantes cambian de un solo golpe el rumbo de tu mundo. El que conoces, el que reconoces y en el que te reconoces…





No, no me resultó sencillo abrirle las puertas al nuevo miedo, ni me calmó nunca la idea de que una vez mezclado con el viejo, mi olor fuera a cambiar.





Pude haberme vaciado tantas veces como necesidad hubiera habido en mi vida para hacerlo, por dolores y pedazos rotos que ni siquiera habían ocurrido aun, de los que desconocía la forma o el color, y en cambio silencio, más, nuevo, diferente, con olor a viejo, a mojado, de esos que se instalan dentro convirtiendo el cuerpo en un espacio donde no hallar calor…el silencio se acompaña del frío. Siempre.





Apilé las fotos y los folios amarillentos desde el primer sobre.


Apenas pude reconocer el amasijo de hierros en el que encontraron el coche, ni reconocí el lugar por más que las fotos mostraran una panorámica de todo el lugar…resultó extraño contemplar lo que había sucedido en mi vida, allí, de aquella manera. Llevaba años dibujándolo a mi antojo hasta que supe que no podía seguir adornándolos con detalles infantiles, y entonces dejé de recordarlos…fue lo más parecido y real a abrirle una puerta al pasado…las explicaciones técnicas se habían copiado del parte dado por la Guardia Civil, y hablaban de una salida de vía, del modelo del coche, el estado, la presión de los neumáticos, el estado de los frenos, la velocidad, el estado del asfalto, la iluminación de la vía, la circulación de la misma, la hora, la posibilidad de que hubiera otros vehículos implicados...


Nada a destacar.


Volví a mirar las fotos. Hierros retorcidos, cristales rotos, la parte trasera no tocaba la tierra de la pendiente y el morro estaba completamente encastado en el gran árbol que nos hizo de tope…nada que no hubiera tratado de olvidar. Y estaba ahí de nuevo. Todo. En mi mente volvieron a aparecer esos gritos de los que con el tiempo pude deshacerme, el ruido del intermitente naranja… y de nuevo el silencio…ese que ya conocía, y que se negaba a dar paso al nuevo…


Qué cojones era aquello? Por qué la abuela tenía aquellas fotos? Quién era el hombre que había hecho entrega horas antes del último sobre? Y por qué?...


Traté de leer por encima el resto de informes, mirar las otras fotos, y…me detuve en el que daba una definición detallada sobre los ocupantes del vehículo…no recordaba haber conocido a mamá tan joven, con esa mirada tan llena de la ilusión por comerse al mundo antes de ser engullida. Papá en aquella foto llevaba bigote y barba de dos o tres días. Con gesto serio y mirada dura. La foto de Jorge apenas era de cuando cumplió los tres años, y entonces me reconocí siendo niña, la de antes de que todo ocurriera, con el pelito liso sobre los hombros, ralla en medio y apenas dos coletas en la parte alta. Recordé aquel pichi de tonos rojos, negros y blancos, y el cuello de cisne blanco que llevaba debajo y que aquella vieja foto hacía parecer gris…dejé a un lado los informes médicos, tomé un libro y esperé como hago siempre, a que las dudas y el miedo tomaran otras historias, otras vidas inventadas, y me evadieran como ocurría tantas otras veces, de mi yo y mi ahora, ese que por insoportable nos tiene boqueando en busca de aire, a reventar de miedo, y arañando segundos a cualquier tiempo para no seguir desconociéndonos…y tras todo aquello, algo seguro, siempre seguro, el silencio atronador entre las sienes, el pecho y las manos…sin que sepamos dónde colocarlo, cómo acallarlo o de qué manera modelarlo para que nos quepa dentro sin hacer demasiado destrozo…


No sé la de veces que me interrumpí en el mismo párrafo de la misma hoja, ni la de ventanas que abrí para que entrara aire, ni el rato que pasé mirando las cortinas elevarse para volver a caer…


No sé la de veces que me pregunté a dónde iba a llevarme aquello, cuáles iban a ser los escombros sobre los que iba a tener que empezar a cimentar de nuevo, si quedaría algo con lo construir después, o si tendría el valor o valdría siquiera la pena…notaba algo de esa anestesia que anestesia un dolor e impide al otro crecer dentro…y eso, por absurdo que fuera entonces, me calmaba…


Busqué el último sobre, en uno de los laterales y enganchado con un clip, había una tarjeta de presentación con el nombre y el número de teléfono de aquel hombre. Sopesé algunas posibilidades. Podía llamarlo y salir de dudas, probablemente solo me diría que la abuela había encargado todo aquello en su delirio por seguir atada a algo que hacía ya demasiados años se había ido. Entonces recordé algunas de las palabras que dejaba ir de tanto en tanto, mientras miraba por la ventana, sentada en aquel viejo sofá y solo cuando algo de lo que no le había robado su senilidad, salía a flote.


_No fue un accidente…





Bien entrada ya la mañana y con algunos cafés de más en el cuerpo y un dolor de cabeza y huesos tremendos, me decidí a marcar aquel número…un tono, tres, cinco…no hubo respuesta. Sentí alivio. Un tremendo alivio. La rabia nos hace tomar decisiones precipitadas para las que no estamos preparados a enfrentarnos. El miedo tras el primer impulso hace que nos tomemos menos en serio la rabia y tratemos de darle espacio a la cordura…el problema surge cuando uno no sabe reconocer el espacio que le queda tras todo lo que lleva dentro…y en ocasiones es tan poco, que solo podemos abrirle la puerta a aquello que esperamos nos llene, sin que podamos permitirle cruzar solo la puerta…





El sonido del teléfono me pilló de camino a la habitación, parecía sonar más fuerte y lúgubre que nunca desde el salón. Un escalofrío me recorrió por completo. No podía ser buena señal. Cuando de todo lo que uno lleva dentro el miedo es el primero en aparecer, nunca puede ser buena señal. Me mantuve quieta, esperando no ser vista, tratando de no mover ni un solo músculo hasta que el sonido cesó.


El miedo pesa empujándonos desde arriba y encorvándonos hasta hacer de nosotros pequeños monstruos deformes. Aquella sensación sí cabía dentro, y no, no me había gustado en absoluto saberme tan llena de miedo como para no poder siquiera descolgar el maldito teléfono…


Giré no sin dificultad sobre mis pasos y me dirigí al salón, saqué de la clavija el cable del teléfono, miré el aparato culpándolo de todo el miedo y me metí en la cama…


No podía pensar más. No quería que nada viniera a interrumpir el silencio y pretendía deshacerme de todo ese peso que me estaba deformando por completo piel adentro.


No estaba segura de que esconder la cabeza bajo la almohada viniera a conseguir que todo desapareciera, solo trataba que esa sensación de ir subida en un caballito de un carrusel de feria acabase. Que dejara de cavar dentro lo que fuere que estuviera haciendo ese enorme agujero. Necesitaba descansar y olvidarme de todo. Deshacerme de lo que bullía dentro de mi cabeza porque no sabía dónde colocarlo o cómo hacer para que no lo demoliera todo a su paso.


No quedaba mucho más por tirar abajo, y yo ya estaba bajo todos los escombros…

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