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Esta sería otra de esas historias tan rosas como vomitivas  e inaguantables a la larga si las cosas hubieran ido diferente. Si las coordenadas hubieran sido las correctas, eso por no hablar de exactitud, y los errores hubieran estado fuera del alcance del pobre mortal que soy. En ocasiones es la misma fiebre que me recorre la espalda cuando trato de no ser mientras de reojo la miro, la que me recuerda el momento exacto en que di el volantazo que echó aquel vehículo de la carretera.
La misma fiebre serpenteante que me recorre la columna, mientras a mi mente solo llega el ruido de la madera al quebrarse, y el aire colándose bajo las ruedas, sabiéndome dios porque sabía qué iba a suceder segundos después, aunque la distancia haya alargado esos segundos a lo largo de todos los que han venido detrás, tras haber arrasado las vallas de seguridad del margen izquierdo de la carretera equivocada. Esta sería otra historia sin duda, una tan diferente que podría llegar a no ser, de no ser porque soy un asesino. Yo, y solo yo soy el culpable. Cambió mi suerte aquella misma mañana. Toda mi vida. En un segundo.
La determinó un solo acto. Algo tan sencillo que hasta un puto niñato hubiera sido capaz de hacerlo bien. Cualquiera menos yo. No te hablaré de sus terrores nocturnos, ni de los míos, esos que me bañan en un sudor frío del que ella se aleja. Ni de cómo ese silencio extraño se hace con toda la habitación, llegando a pesar tanto que nos deja sin aire a ambos. Ese silencio que conocemos bien y que nos sume en una espiral de locura de la que cada vez es más complicado escapar. Parecen ir naciéndole tentáculos, y como si del animal se tratara, nos clava sus ventosas inyectándonos nuevos delirios. No te hablaré de la culpa que me recorre por completo, la que me eriza todo el bello y me mantiene en constante alerta, ni de la apatía que la sume días enteros en la nada más absoluta.
A veces creo que solo la mueven la inercia y las pocas ganas.
Esos días odia todo cada uno de los reflejos y los espejos, y yo espero, no sé demasiado bien qué o cómo, aunque reconozco conocer el por qué. Y el caso es que ocurre, y entonces vuelvo a sentir los tentáculos y entonces la odio por rescatarme y rescatarse, otro falso y tal vez ansiado final. Yo no encuentro la manera.

Resulta todo tan cíclico que creo poder contar los segundos que le quedan antes de cada noche insomne. Y de nuevo el nudo en el estómago que me arranca el apetito. Desconozco cómo se lo hace para volver de un infierno del que solo yo guardo la llave. Tarda unos días en deshacerse de esa borrachera macabra y entonces, antes de que desaparezca por completo, volvemos a follarnos como salvajes solo para dejarnos sobre la piel la marca del hambre del otro, la propia, esa que nos convierte en esqueletos vacíos entre la aparente normalidad de la rutina, en la que los ojos escapan a cualquier lugar con tal de que no exista este momento presente. Hambres de respuestas que no dan tregua y que solo desaparecen bajo el otro. En pequeñas porciones o solo a segundos, tantos después que parecen agrandarse en el tiempo, todos y cada uno después del primero tras su cuerpo. Intentamos alejarnos, pero tenemos hambre de ese hambre que se instala aquí, y de que ese hambre traiga más hambre y de nuevo la desesperación y el tentáculo. Vino a pisotearlo todo, a cambiarlo de nuevo todo, a deformar lo que ya había perdido cualquier forma humana, y dejé de ser un asesino para permitir que me convirtiera en el peor de los carniceros, y puede parecerte extraño o curioso, pero eso es sin duda lo que me mantiene vivo. De nuevo ese hambre libre de culpa, escrúpulos y remordimientos, y menos sangriento cuanto más lejos la tengo...

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