EL ENGAÑO Y SUS OCHO PATAS ( XVIII )...
...
…Llevo demasiados días planteándome cosas. Planteándome qué
hacer, cómo o cuándo. Intentando engañarme, mientras pienso que debo permanecer
en calma y que los otros van a ocuparse de todo. Mintiéndome a sabiendas,
porque va a ser complicado que esto acabe en algún momento. Hace tiempo que dejé de creer
en estupideces que a mi edad me avergüenza incluso admitir. Tengo la cabeza
que va a estallarme, llena de ideas que no soy capaz de poner en orden,
temiendo ordenarlas y casi que negándome a hacerlo, pero llegados a este punto
en el que no solo mi vida corre peligro, me deshago del miedo que una vez fuera
sigue cubriéndome por completo. Ojalá pudiera haberle dicho a alguien el miedo
que siento. Creo que dejo a la locura que nunca me abandona, recorrerme por
completo, para volver a disfrazarme y sentirme valiente cuando en el fondo no
dejo de sentir que he sido la mayor de las cobardes. Por haber callado. Por
haber sabido que era mejor guardar silencio hasta que el completo hastío
accionara el interruptor, ese que debe accionarse cuando nada te queda por
perder porque el miedo te lo ha arrebatado todo. Ingenua. Estúpida. Sabía que
tarde o temprano llegaría ese momento que podría dibujar en el tiempo como el
último cuerdo. Sabía que no me equivocaba por más que tratara de engañarme.
Aquí está. Todo para mí. Echando por tierra todo lo demás. Está claro que no he
sabido engañar a esta vida. Ingenua de mí, esperaba haberme convencido. Las
mentiras tienen las patitas cortas, y a mí acaban de alcanzarme…
No he dejado de sentir el escalofrío que me ha barrido por
completo desde algo más arriba de la nuca hasta el coxis desde que descolgué el
maldito teléfono.
He hecho uso de un quejumbroso amago de palabra cuando he
tenido que contestar. Creo que ahora mismo de todo lo que me llena, lo que va a
hacer que me desborde, va a ser la vergüenza, esa que viste las historias que
no llevan a nada y aun así, se pegan a las vidas sin que puedas hacer nada para
esquivarlas. Arrancarse la piel a jirones no sirve de nada, ya lo he intentado. Mutar
tampoco vale cuando queda la raíz que seguirá vistiendo de la misma sabia todo
acto cobarde o estúpido atrevimiento.
Beso a Helena y apago las luces. No quiero pensar que debía
llevar días ya pensándolo, y me sorprendo sacando a oscuras del primer cajón de la cómoda
la peluca que meses antes utilizara en aquella estúpida fiesta de disfraces.
Llegué a pensar que nunca más la utilizaría. Sobre ella uno de los gorros que
debí adquirir en alguno de los mercadillos de verano que visitara en mi otra
vida, un tejano y una camiseta que se oculta bajo una torerilla desgastada. Sé
que me han facilitado el trabajo cuando la luz de la portería no funciona y me
resulta más sencillo de lo que creía salir de allí. La farola de la esquina
ilumina con un amarillo lúgubre que desentona por completo con la estación.
Llevo la precaución como tercera piel y me arrimo a la pared de tocho crema que
viste el horrible bloque de pisos donde creí que podría empezar de nuevo, o tal
vez solo seguir, o conformarme, o lo que sea que fuese cuando lo decidí
entonces, y me sorprendo reconociéndome que jamás me gustaron el piso o el
barrio. No me gusta ver los alcorques de
los árboles que se extienden a lo largo de las aceras hechos servir de cenicero
o pipi can de algunos perros cuyos dueños son unos cerdos. Si algo me debo en estos
momentos es algo de esa sinceridad que ha brillado por la maldita ausencia a lo
largo de mi miserable vida. Como si eso pudiera cambiar algo en estos momentos. Como si pudiera cambiarme a mí...
He ido cerrando puertas o apartando a patadas a quienes
alguna vez trataron de acercarse, no me arrepiento en absoluto, o lo mismo solo
un poco, o un gran mucho, pero haberlos mantenido al lado hubiera sido uno de
esos estúpidos atrevimientos que luego la vida iba a usar en mi contra para
dejarme en cueros ante ellos. En ocasiones la vergüenza lo barre todo.
Me niego a pensar en Leo ahora. Él ha sido lo único sincero
en mi vida, y debo dejarlo fuera justamente para que siga siéndolo.
Acelero el paso y me falta el aire. Poco perseverante porque
me vienen a la cabeza el centenar de veces que me obligué a dejar el tabaco y
estoy por darme de hostias. Trato de pensar y ordenar en mi cabeza lo que está
claro que no puedo. Sé que no es el momento, tal vez no haya otro, el miedo me
hace pensar que no va a haber otro…
Tras girar en una de las esquinas que llevan a la calle
Sigüenza me dispongo a parar un taxi que a esas horas pasa por allí. Desorden, tanto que en ocasiones creo que estoy
realmente más loca de lo que creo. He empezado a olvidar algunas cosas básicas
y esenciales. No reconozco el barrio. No puedo guiarme.Tengo la impresión de no saber en qué día vivo, y sé que sigo
engañándome pensando en estas cosas, en estos momentos, pero no puedo
enfrentarme sin venda a las verdades, y sigo engañándome sintiéndome estúpida
por creer que me debo y le debo al mundo algo de una sinceridad que no acabo de encontrar más que en la boca del vaso.
Mataría por no sentir que el corazón está tan desbocado y pienso que
lo mejor sería que se parara de golpe y todo acabara entre los adoquines de la
acera y la señal amarilla del asfalto de prohibido aparcar. Mataría por no sentir el
temblor en mis piernas, por no sentir el temblor con la que mi voz le ha dado
la dirección al taxista. Mataría por seguir engañándome y seguir viva. Por no
tener que darle sentido a las lágrimas que me recorren las mejillas y que acabo
escondiéndole bajo la gorra a este hombre que desconoce de mí hasta el nombre,
los ojos o el color real de mi pelo.
…Oigo llorar a Helena y miro las cámaras. No tardará en
encenderse la luz de su mesilla de noche y tras colocarse la bata, la calmará
tomándola en brazos mientras enciende la luz del pasillo y va hacia la cocina a
prepararle un biberón. Se acomodará en el sofá, con un cojín bajo el cuerpo de
la pequeña, sobre sus piernas, de manera que pueda acercarla a su cuerpo y casi
quede recostada sin miedo a que se deslice hacia abajo. Volverá a colocar su
boca sobre su tierna cabecita y entonará en silencio alguna nana que la calmará
con solo el ronroneo sobre su piel.
Lo más probable es
que antes de que se queden dormidas, coloque cojines a los lados y esa pequeña
sabana que deja en el reposabrazos del sofá con la que se taparán…
...Algo asciende desde las entrañas de mi estómago hasta
instalarse en mi boca. No hay luz. No hay respuesta. Y me incorporo de golpe bajando los
pies de la mesa. Me acerco a las cámaras y trato de que alguna me dé una
respuesta. Nada. Algo no va bien.
Despierto al informático que hace un rato llegó junto a
Quique y que anda estirado en el sofá de la otra habitación. Lo pongo al día en
solo una frase.
Intento infundirme un valor que no tengo, y engañarme
pensando que todo está bien, que solo debe estar durmiendo. Vuelvo a escuchar a
Helena en cuanto abro la puerta, y si el puto miedo que me recorre haciendo que
se erice mi piel no estuviera ahí, acabaría creyendo que todo está bien.
Acciono todos y cada uno de los interruptores a medida que
voy recorriendo el piso. La llamo sin que haya respuesta. Helena sigue llorando.
Me armo, ni sé de qué cuando llego a su habitación y acciono el interruptor.
Dejo de respirar involuntariamente nada más veo su cama vacía. Puede que de
todo lo que esperaba encontrar, esto sea lo que más me destroce. Mierda!...
Cuídense.
Sean Felices.
;-P
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