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El correo siempre llega al piso en el que apenas hay muebles, por debajo de la puerta. El edificio es tan antiguo y estrecho que no hay espacio para los buzones en el rellano de la entrada. Ella no lo sabe. Nunca ha estado aquí.
Algunos informes que en algún momento debieron estar apilados, se desparraman sobre la mesa hasta llegar al suelo. Informes que no dicen demasiado. Escasos caracteres sin sentido.
Números sin demasiada importancia. Las órdenes llegan cifradas por otras vías. Dos posibles. El pequeño comedor está habitado por un viejo sofá de tres plazas. Siempre en penumbra. Una mesa baja sobre la que descansa el portátil y una lamparita. En la otra estancia una cama baja con un armario. Baño y cocina. No necesito más.


A veces puedo sentirla ceñirse sobre mi cuerpo. Negra. Tan opresora de mis propias libertades que temo pronunciarme, porque solo podría admitirle que sé que me ha ganado la partida. Una de tantas. Otra que se lleva consigo. Y la oigo dar órdenes a uno de sus tentáculos, y lo noto moverse en mis pantorrillas o bajo el pecho. La veo zigzaguear. Son pocos momentos, es cierto, pero me quedo parado a observarla. Dentro. Haciendo suyo cuanto recorre. Recordándome que está ahí. Que sigue ahí. Una dulce paranoia que me aleja de todo hombre, y que me acerca sin remedio a la parte más oscura y recóndita de cada uno de ellos. La sangre deja de circular durante algunos segundos.  Nada dentro la bombea. Y se vuelve tan espesa por la falta de la velocidad que la noto arañarme por completo. Permanezco rígido durante unos segundos, hasta que noto su aliento en la nuca. Su peso entonces me obliga a levantar la vista del suelo, para comprender que sigo vivo. Que el lugar es el mismo, la gente es la misma, y nadie parece entender qué me está envenenando por dentro. Me pregunto cuántos habrá que como yo sigan buscando la manera de escapar. Si habrá algún placebo para la más pequeña de las esperanzas. Porque sé que son esperanzas cuando van a la deriva, o si la esperanza es el placebo y no estamos dejándonos engañar, temerosos en el fondo por tener que admitirnos que la vida ya nos ha ganado.

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